domingo, 13 de septiembre de 2015

En el centenario de Silverio Pérez (VIII)

El miedo según Silverio

Durante el tránsito de su vida, Silverio Pérez desarrolló muchas actividades aparte de las que fueron consustanciales a su quehacer por los ruedos. Entre ellos fue el de escritor. En el número 105 de la revista Siempre!, aparecida en la Ciudad de México el 29 de junio de 1955, a instancias del director y fundador del semanario, José Pagés Llergo, quien bautizó a Silverio como El Compadre, el torero texcocano publicó una serie de reflexiones acerca del miedo.

Esas reflexiones serían recogidas de nueva cuenta en un libro titulado Los Grandes del Siglo XX, sacado a la luz por la casa editora del semanario en el que vieron la luz por primera vez y en la versión aparecida en esta última publicación, aparecen de la siguiente manera:

Compadre: ¿Sabes tú lo que es el miedo?
Por: Silverio Pérez, en Siempre!, número 105, 29 de junio de 1955 
Genial torero, nació en Texcoco, Estado de México, el 20 de noviembre de 1915. Tomó la alternativa el 6 de noviembre de 1938 en Puebla, de manos de Fermín Espinosa Armillita. Los conocedores del arte taurino han dicho que el toreo de Silverio Pérez fue de una inmensa clase, exquisito gusto y depurada técnica. Fue un representante destacado de la época dorada de México, donde todo era grande: los políticos, intelectuales, artistas, diplomáticos y periodistas. Silverio fue Presidente Municipal de Texcoco, se retiró de la fiesta brava el 1º de marzo de 1953 y murió el pasado 2 de septiembre.  
Este es un texto publicado en la revista Siempre! en junio de 1955, a petición de su “compadre” José Pagés Llergo y que es parte del libro “Los Grandes del Siglo XX”, publicado por este semanario.  
* * * 
Compadrito: veo que tú no haces otra cosa que buscarme líos. ¿Recuerdas aquella vez que me obligaste a ponerme un traje de etiqueta? Fue en un aniversario de tu otro “hijo” —Hoy— y el smoking que llevaba me lo había prestado Fermín. No veas, compadrito, cómo me sentía yo. Cuando entré a “El Patio”, Cantinflas se enojó conmigo porque pensó que iba a hacerle la competencia. 
Después recuerdo aquella tarde en El Toreo. Yo había quedado mal (para variar) y tú, que habías tenido un pleito en los tendidos, por mi culpa, te pusiste sabroso y me regalaste un toro. Y dime, compadrito: ¿qué necesidad había de eso? 
Pero más tarde quisiste que yo fuera jugador de dominó para que te acompañara en tus desveladas. Todavía no se me olvida aquel “cierre” que nos hicieron Isaac y Ortega: cuando tendí mis fichas en la mesa, aquello parecía un puesto de capulines. 
Y no paran ahí todas las cosas que me has hecho y de las que no vamos a hablar ahora, porque entonces éramos solteros, y no veas la que se nos puede armar todavía. Tu última puntada fue cuando quisiste hacerme diputado. Y me hablaste tan bonito, compadre, que hasta me compré mi texano y mi traje de gabardina para irme acostumbrando. Lo de ahora, compadre, ya no tiene cuate: me quieres hacer periodista. Y ni modo, quiero darte gusto, aunque de aquí tenga que irme a la cama a ponerme chiquiadores. 
¿Pero de qué te escribo, compadre? Podría hablarte sobre la erosión, porque de eso le he oído hablar mucho a mi querido amigo el Ingeniero Quintero. O podría también darte una clasecita sobre la cría de puercos porque, sabrás, compadrito, que a todos los que tenía se los llevó la aftosa. Pero mejor quiero escribirte sobre algo que conozco mejor que nadie: sobre el miedo, compadre. Y en esta especialidad, ni modo que venga alguien a darme un baño. 
Pues sí, compadre, tú escuchaste muchas veces, en las palabras de los amigos, que el trincherazo— el mismo de la canción de Agustín—, tenía en mis manos una interpretación trágica porque, aseguraban, los pitones se abrían paso por entre mis pestañas, y que la chicuelina equivalía a morir un poco yo y la afición también.  
Y para qué te recuerdo lo que oíste de mis derechazos. Lances y muletazos me situaron siempre a un milímetro de los pitones en el comentario de mis partidarios que nunca admitieron que otro torero se arrimara más que yo. 
Algo debe haber de verdad en eso, por más que yo no lo recuerdo muy bien, y si lo hice en la forma que aseguran fue un tanto inconscientemente. Porque nadie va al toro a buscar deliberadamente que las astas se lleven los alamares. Y de paso las carnes, las venas y hasta la vida. Para impedirlo está dentro de cada quien el miedo.  
El miedo, compadre, que se experimenta de pronto, como ahogo que detiene el aire en los pulmones, como un gran cansancio que te impide el movimiento, como ansiedad por algo que no se conoce pero que se va acercando para maltratarte, como ganas de llorar sin motivo, de explicar a gritos cosas que se agitan cerca del corazón. 
Yo empezaba a sentirlo inesperadamente, lo mismo en el patio de cuadrillas que en mi cama, la noche anterior a una corrida. Lo sentía llegar cuando menos pensaba en él, a veces en el burladero, a veces en la exacta mitad de una verónica. Llegaba en forma de escalofrío y me engarrotaba los músculos, como sudor viscoso que hacía resbalar el capote sobre mis manos, como dolor en los muslos y sabor de cloroformo en la boca. 
No sabes compadre, lo que es tener, que ir al toro en esas condiciones, esperando que en cada lance te tropiecen los cuernos y la plaza empiece a girar llena de gritos. No te imaginas lo que es presentir el olor de la anestesia y sentir que por las piernas resbala la vida. Con decirte que se la oye gotear. 
Yo nunca acepté mi miedo. Me daba coraje y entonces hacía mis cosas olvidándome de los fantasmas. Pero como te digo, de repente, llegaba aquello y entonces se terminaba mi voluntad. Me aplanaba, sencillamente. 
En aquellas ocasiones conseguía dominarlo, sabiendo que no duraría mucho tiempo vencido y que poco a poco se iría imponiendo. Nunca tardaba el mismo tiempo y a veces me dejaba redondear una faena y otras ni siquiera el primer quite, de lo que tardara en apoderarse de mí dependían las orejas.

Yo quise entender esto y pensaba al principio que era porque tenía a mí “Negra”, después porque “Poncholín” venía en camino; luego porque sus otros hermanitos habían llegado; más tarde porque el ranchito empezaba a formarse y luego, quién sabe cuántas cosas, pero el caso es que siempre encontraba manera de justificarlo.
 
Impotente contra el miedo tuve que torear muchas tardes. Cómo luché por imponerme es cosa que solamente yo podría entender. Enfermo de espanto, salía a la plaza ya fuerza de voluntad conseguía los aplausos, con el sobresalto siempre de que aquello me engarrotara cuando mejor sentía mis cosas. 
El miedo es cosa terrible, compadre. Y peor todavía es el miedo de tenerlo. Imagínate, tener miedo del miedo. Hasta parece albur, pero es la verdad de lo que me ocurría.  
Yo tuve siempre miedo de tenerlo. Y tuve también miedo puro sin complicaciones. Un miedo tan espantoso que muchas veces me obligaba a buscar la cornada para olvidarlo en los vapores de la anestesia. A veces la muerte misma hubiera sido un alivio.  
Entre miedo y miedo la fui jalando, hasta la despedida. Y aquí me tienes hoy, tan ignorante del campo como del toro, pero dueño ya de mis nervios, sin el presentimiento cobarde de la cogida, sin otro miedo que no sea de que se me muera un puerquito o se me hiele la milpa. 
Espero que estés satisfecho, compadre, con la confesión de tu amigo que te desea incontables faenas al frente de tu revista. Pero sin miedo.

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